Semana Santa en Benamira

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Aprovechando la próxima llegada de la Semana Santa, hoy proponemos esta entrada en el blog para animaros a pasarla con nosotros en Benamira y disfrutar de unos días de descanso. Tras unos largos meses de trabajo desde las ya lejanas navidades, todos esperamos la llegada de esta para tener unos días de vacaciones, aunque sean pocos, y desconectar de la rutina diaria. Algunos de nosotros no perderemos la ocasión para visitar Benamira y juntarnos con familia y amigos.

La Semana Santa en estos parajes no conserva hoy en día tanta tradición como pueda tenerla en otros como Sevilla u otros lugares en España donde se vive con devoción. Es más bien un tiempo para desconectar y disfrutar del campo y los amigos.

Hace ya algún tiempo dejó de hacerse, pero recuerdo de niño, cuando pasábamos los días de Semana Santa cómo era ya un anticipo de los meses que pasábamos allí en las vacaciones de verano, y para entretenernos pasábamos varios días buscando paja y ropa vieja para hacer el Judas.

El Judas era (es) un pelele que según la antigua costumbre hacían los quintos de muchos pueblos de España y desde Centro América hasta Sudamérica, para hacer escarnio del apóstol traidor, quien representaba el mal, y el domingo terminaba ardiendo tras la misa. Hoy se conserva aún en algunas localidades de nuestra geografía y partes de Sudamérica.

En Benamira, la parte que nos toca, cuando era niño, no eran los quintos, sino que lo hacíamos los chicos y chicas de todas las edades. El sábado santo lo colgábamos en la valla del huerto del Pablo Millán, que está enfrente de la entrada a la iglesia y el domingo, tras la misa se le prendía fuego siguiendo la costumbre.

A continuación, dejo un extracto del libro “Benamira (Vida y Muerte de un Pueblo)”, de Raúl García Huerta, donde cuenta cómo se celebraban los días de Semana Santa antes del éxodo rural, cuando vivía aun gente en el pueblo todo el año:

“Llegada la Semana Santa, las campanas enmudecían en señal de duelo y los fieles eran convocados a los actos de culto mediante carracas y caracolas. La carraca consistía en un bastidor rectangular provisto de una lengüeta y una rueda dentada, todo ello de madera; al girar sobre el eje de la rueda, producía un tableteo. Las había dobles -con dos lengüetas y dos piñones- y grandes, para hacerlas girar entre dos. Las caracolas, hermosas de aspecto y tamaño, eran conchas de univalvos marinos que se hacían sonar como el cuerno de la dula.

 

El lunes, martes y miércoles santo por la noche, se cantaban las completas o tinieblas. Encendían, en la iglesia, todas las velas de un gran candelabro triangular. El cura y el sacristán enfrentados, uno a cada lado del altar, cantaban unos responsos, dialogados en latín, alusivos a la muerte de Jesús. Entre cántico y cántico apagaban una vela y, una vez apagadas todas, la iglesia quedaba en tinieblas. Entonces los asistentes hacían ruido: gritos, golpes, pataleos… simulando el desorden, el caos, el averno; momento que aprovechaban los mozos para hacer alguna trastada, como clavar las sayas de las mujeres a los bancos, o mearse en la gorra de quien la dejara de la mano.

 

Para cumplir con los mandamientos de la Iglesia –los servicios mínimos del cristiano- había confesiones generales. Venía algún cura de las parroquias vecinas en ayuda del párroco del pueblo, y el pueblo desfilaba por los confesionarios. El Martín, por ejemplo, confesaba que solía faltar a misa cuatro o cinco domingos al mes solamente. Al día siguiente, recibían la comunión: a misa de alba los pastores y madrugadores y en otra posterior, el resto.

 

El Viernes Santo tenía lugar la procesión del Santo Entierro. Discurría por la Callejuela, un pasaje de las afueras bordeado a ambos lados por las paredes de los huertos. Horas antes, hombres y mujeres, haciendo gala de una gran paciencia y una encomiable delicadeza, se habían ocupado de poner, en cada hueco, en cada saliente a lo largo de las paredes, una lamparilla formada con la concha de un caracol, unas gotas de aceite y un pabilo. En la noche, la procesión se movía en medio de un río de luces menudas, cientos de llamas trémulas que daban belleza a la ceremonia, a la vez que le infundían un aire misterioso y surrealista.

Era costumbre de los pueblos de la zona hacer mofa y escarnio de la figura de Judas, el apóstol traidor, un acto profano. En la noche del sábado santo, los mozos hacían un muñeco con ropas viejas rellenas de paja y lo ataban en lo alto de un poste, a la entrada de la iglesia Y junto al judas pasaban la noche comiendo huevos duros y bebiendo limonada en una lumbre. A la mañana siguiente, la novedad era acercarse a ver el judas. Después de la misa, lo bajaban del madero y la chiquillería lo arrastraba, golpeaba y arrojaba a la hoguera.

 

¡Mañana de Pascua! ¡Pascua Florida!

Renace la alegría. Las campanas recuperan la voz. Caen los lienzos morados que cubrían los santos en los altares. Vuelven los cánticos a la iglesia y, por la tarde, habrá animación en la plaza.

 

Pascua, que le llaman Pascua.

Pascua, que le llaman flor.

Pascua, que le llaman Pascua.

Pascua de Resurrección.

 

Cantaban.

 

Es fiesta grande. La misa será cantada y la procesión solemne. La ocasión requiere ir bien aviados, ellas, con camisa limpia, chaqueta de corte y boina sin capar, ellas, con sus mejores galas, con el traje de modista.

Los mozos, mal dormidos, hacen tarde porque han volteado las campanas con largueza al toque de misa:

 

– ¡Deprisa, que van a tocar a señal! Mi ropa…, la corbata… Urge el mozo.

-Cógete un moquero de la cómoda… Recomienda la madre.

 

Un segundo toque vulgar y breve es la señal del comienzo de la ceremonia.

 

El sacristán, en el coro, abre un vetusto misal de piel, escrito en solfa, y comienza su canto en solitario. Nadie le puede seguir. Es un anciano y, como la vista y la voz no le acompañan, las más de las veces improvisa. Canta un latín muy particular en una tonadilla de remotos orígenes, desvirtuada, en ninguna otra parte oída y que murió con él.

 

Tras la misa, salen de la iglesia dos procesiones: las mujeres, con la Virgen de los Dolores en andas, inician un recorrido y los hombres con Jesús van por otro. La procesión de los varones la encabezan dos acólitos portadores de los ciriales con sendos cirios encendidos. Entre las dos filas de hombres respetuosos, preceden a las andas de Jesús Niño el estandarte, enseña de la parroquia, la cruz, vestida de brocados a juego con aquél y la bandera bordada en rosa y oro, alta y majestuosa.

El cura y el sacristán no cesan en sus latines.

 

Ambas comitivas confluyen en la plazuela y, entre cánticos de alabanza, la Madre encuentra al Hijo resucitado:

 

Venid compañeras mías

a las gradas del altar,

que aquí está la capitana

que venimos a buscar.

Ya repican las campanas,

ya sale la procesión,

ya sale la cruz de plata

y aquél divino Señor.

Coged, mozos, la bandera,

el estandarte y la cruz;

las doncellas, a María,

los casados, a Jesús.

Por allí viene Jesús,

por allí viene su Madre;

haced sitio, caballeros,

para pasar a adorarles.

Quitad el luto a María

algún corazón piadoso,

para que vea a su Hijo

resucitado y hermoso.

 

Entre tanto, las campanas, alegres ‘como unas pascuas’ participan también de la fiesta. Durante la procesión han dejado de repicar. Las lenguas de hierro entrecruzaban sus voces distintas en una filigrana de toques corbos, alternos, rápidos, ‘in crescendo’ cual risa cantarina y contagiosa.

Acabadas las ceremonias religiosas se subastaba el ramo. Días antes, las mozas habían elaborado, en el horno público, unos rollos con los que adornar una gran rama de carrasca que los quintos habían ido a cortar. Como era cosa de los jóvenes, las mozas echaban la merienda a los mozos para este cometido de buscar el ramo idóneo. Al salir de misa, el sacerdote lo bendecía y la gente pujaba por cada uno de los roscones, en beneficio de la parroquia.”