Escritores de la web
Publicado por Fer el 30 junio, 2016

En esta nueva etapa de la web de Benamira hemos decidido recuperar algunos de los textos que nuestros colaboradores fueron enviando y que constituían un pequeño tesoro, tanto por la calidad de los mismos, como por los temas que contaban, tan cercanos y pegados a la vida de este pueblo.
Así iniciamos la serie: Escritores de la web, con un post de uno de nuestros más recordados colaboradores: El Emir del Nacedero (Abel C. Benito Treviño), tristemente fallecido hace unos años.
Sirva este texto como homenaje a él y a su familia.
Historias del sur de Soria
(Relato de una muerte infame)
El tío Calixto madrugó mucho aquel frío día de noviembre. (Tío, que algunos acentúan en la última letra, es la forma fonética que se usa en el sur de Soria para designar a los “hombres”. La clasificación de los varones en los pueblos de esta parte de la provincia era: “chicos”, hasta los 16 ó 17 años; “mozos” desde esa edad hasta que se casaban, -si no lo hacían antes de los 30 años, se convertían en “mozos viejos”- y “hombres”, los casados y los viudos).
El tío Calixto, que sólo había dormido un par de horas, se levantó a las dos de la madrugada, sacó el macho de la cuadra, lo aparejó y lo cargó con dos costales de trigo, de tres medias cada uno, alrededor de 120 kilos.
Los hechos suceden en 1943, cuatro después de finalizar la Guerra Civil, y todo estaba intervenido y regulado por el gobierno del General Franco, provocando la especulación y el “estraperlo”.
El pequeño agricultor del Sur de Soria, donde no había grandes propietarios, estaba obligado a declarar toda su cosecha de cereales: trigo, cebada y avena.
Sobre su declaración, la Autoridad señalaba el cupo obligatorio que tenía que entregar al Estado al precio de intervención, que era miserablemente bajo, así como la cantidad de harina que le correspondía y que a duras penas cubría las necesidades de pan de una familia
En los centros comarcales solía haber una fábrica de harinas muy vigilada por la Guardia Civil y funcionarios de Abastos, donde sólo se permitía la molienda de trigo según el cupo asignado.
Aprovechando las corrientes de los pequeños ríos, desde tiempo inmemorial, existían molinos particulares, menos vigilados.
El tío Calixto introdujo en unas alforjas un cacho de hogaza, con dos torreznos dentro, y la bota de vino, saliendo despacio y en silencio hacia el molino.
El molino distaba unos diez kilómetros, dos horas de camino, al que se procuraba ir por trochas poco frecuentadas, evitando la carretera general y a los vigilantes de Abastos que por ella circulaban.
Con el macho del ramal, el tío Calixto caminaba pensando en sus cosas. Seis hijos, el mayor de 16 años que le ayudaba en las tareas de labranza, otro de 14 que iba a las ovejas, y el resto, bien ayudando a su madre, si eran chicas, o a la escuela.
El tío Calixto no estuvo en la Guerra Civil, ya que su quinta no llegó a ser llamada. Sabía mal leer y peor escribir, tenían problemas con las cuentas y, sin embargo, un profundo sentido de la honradez.
Durante la República y en vísperas de las numerosas elecciones, siempre pasaban por el pueblo algunos políticos de segunda fila para dar mítines captadores de votos.
El tío Calixto, aún con su escasa cultura, poseía una inteligencia natural un poco por encima de la media y, sin saberlo, un razonable sentido crítico. Esas consignas de izquierda de “la tierra para quien la trabaja”, “justicia social” o “solidaridad con los pobres”, le gustaban. Otras, como “hijos sí, maridos no”, “ni dios, ni patria, ni rey”, “muerte al explotador”, etc., le parecían demasiado radicales.
Tampoco le convencía gran cosa alguna de las consignas de las derechas, “la propiedad es sagrada”, sobre todo.
Aunque en el pueblo, al igual que en el resto de la nación, los vecinos se habían decantado Políticamente en dos direcciones: los ricos eran de derechas y los pobres de izquierdas, hemos de considerar que los llamados “ricos”, no lo eran tanto, sencillamente eran agricultores de dos yuntas de mulas, propietarios de sus tierras y un atajo de 200 ovejas, en el mejor de los casos, que les obligaba a ellos y a sus hijos a tener que matarse a trabajar de sol a sol.
Los llamados “pobres”, o trabajaban tierras a renta, o eran propietarios de unas pocas fanegas de tierra y un atajo de 30 ó 40 ovejas, pasando innumerables fatigas para poder criar a sus numerosas proles y casi siempre endeudados con Cajas Rurales de Ahorro o usureros. Criaban un poco pelo cuando los hijos mayores, a partir de los 14 ó 15 años, se colocaban como agosteros, criados o pastores de los ricos.
El tío Calixto iba haciendo camino y pensando hacia atrás.
-¡Qué cosas tan horribles pasaron en la guerra!
-¿Por qué mataron a aquel chico?, Esteban se llamaba. Era algo pariente mío, las abuelas primas, creo.
-Como a una liebre, lo mataron de mala manera, sin causa, sin juicio, como a una liebre. “Corre” le dijeron los sayones mientras metían una bala en la recámara de su Máuser. Y Esteban, desesperado, corrió. Entre cambrones, espinos y cerradas, corrió. Un atisbo de esperanza al aproximarse a una pared de piedra que le protegía de los fusiles. Los tiros empezaron a sonar y las balas rebotaban junto a sus pies.
Y corrió.
Ya sólo faltaban diez metros para llegar a la pared.
-Me salvo, pensaba.
A un solo metro de la protección de la pared de piedra, una bala asesina le destrozó la espalda hiriéndole de muerte.
Cayó entre los espinos desangrándose, y pensaba: ¿por qué? ¿qué hice mal? ¿a quién hice daño?.
No le dejaron mucho tiempo para pensar y sufrir. A bocajarro le dispararon en la cabeza y le enterraron allí mismo, en un erial, sin una mala cruz que señalara su tumba.
Al recordarlo, el tío Calixto no pudo evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas y un nudo de indignación le subiera por las entrañas.
Recordó también que Esteban tenía 19 años en aquel julio del 36 y había llegado a su pueblo, Las Lomas, hacía pocos días para disfrutar del permiso de verano que le había concedido la Marina, donde servía como marino de tropa voluntario en el Buque Escuela Juan Sebastián Elcano.
El tío Calixto recordaba lo guapo que estaba con su uniforme azul. Las mozas le miraban embobadas, pues su estampa rompía la roma figura de los toscos mozos del pueblo. Moreno, de ojos grandes y risueños, y gestos cuidados, contaba historias interminables y exóticas de los dos viajes alrededor del mundo que había hecho en el Buque Escuela. Ciudades como El Cairo, Bombay, Tokio, San Francisco o Nueva York aparecían en sus relatos, con fotografías y monedas que los enriquecían.
(El tío Calixto detuvo un momento la caballería al comprobar que uno de los costales de trigo había resbalado y estaba a punto de caerse al suelo. Lo acomodó equilibradamente sobre la albarda y continuó su marcha, abrigándose con una enorme bufanda de lana de oveja que su mujer le había tejido, del frío de aquella madrugada de noviembre).
Pensaba que el mes de julio del 36, sin embargo, había sido muy caluroso. El odio de clases, acumulado durante centurias, estalló de golpe y media España se enfrentó a la otra media, y la vida humana perdió todo su valor. Los derechos humanos se tiraron a la basura..
El chaval, Esteban, no tenía nada que temer. Nunca se había identificado con cualquier opción política, ni participado en mítines o reuniones partidistas. Su ilusión era hacer carrera en la Marina como especialista. Le gustaba la mar, decía.
-¿Por qué tuvo que ir ese maldito día a El Escobonar?, pensó el tío Calixto.
En El Escobonar, pueblo distante unos diez kilómetros, estaba la retaguardia del Ejército sublevado contra la República. No se conoce la razón, tal vez fuera su afán juvenil de enterarse de lo que estaba pasando en España.
Dejó su bicicleta junto a la puerta de la tienda de coloniales de Narciso Almazán, cuyo propietario era de Las Lomas y amigo de la familia, deambulando entre los soldados alzados en armas, que se mostraban furiosos por la resistencia que los combatientes de la República les ofrecían en Sigüenza, a pocos kilómetros.
En El Escobonar bullían cientos de soldados y numerosos curiosos de los pueblos cercanos. También se encontraba allí el tío Calixto, que había ido a comprar algunas cosas para la siega a la tienda de Narciso Almazán.
Se ha hablado mucho, se ha especulado más y se ha sospechado bastante acerca del asesinato del mozo, aunque siempre en voz baja.
La afligida madre de Esteban, sin embargo, siempre estuvo convencida de la autoría del crimen. ¿Por qué, si no, decía, había visto el reloj de pulsera de su hijo en la muñeca de otro joven del pueblo que se encontraba en El Escobonar como soldado sublevado, el día del crimen.
El tío Calixto había rodeado el pequeño pueblo de Cornago, que se cruzaba en su camino y se encontraba a tan sólo 300 metros del molino. Ató la caballería a una rama, dejándola escondida entre unos olmos, para acercarse hasta el edificio a fin de hablar con Julián, el molinero, y comprobar que no había ninguna autoridad que impidiera la molienda ilegal.
Llamó quedamente a la puerta del Julián, que apareció enseguida, cubierto del blanco de la molienda.
-¿No hay moros en la costa?
– No, trae la mula.
Volvió hasta donde había atado a la acémila y casi corriendo llegó al edificio, entrando en la cuadra y cerrando rápidamente la puerta. El Julián y el tío Calixto cargaron al hombro cada uno un costal de trigo y, por una puerta interior, los llevaron hasta la zona de moler.
El Julián se cobró en grano su maquila (porción que corresponde al molinero por la molienda) por el trabajo a realizar, un veinte por ciento aproximadamente, puesto que en ese tiempo la moneda era escasa y se pagaba en especie.
El chorro de agua que venía del caz movía las ruedas de piedra del molino, y la humedad y el frío se dejaban sentir, por lo que el Julián le indicó al tío Calixto que se fuera a la cocina a calentarse en la lumbre.
El tío Calixto, aterido de frío, así lo hizo, sentándose en una baja silla de enea, abriendo sus callosas manos, con la mirada fija en las llamas.
Su pensamiento vagó de nuevo hacia atrás.
-¡Hay que dar un buen escarmiento a esos rojos de mierda!, se oía entre los soldados de El Escobonar.
Y fue el inicio de la terrible tragedia.
Alguien dijo: “Ese mozo que ha entrado en la taberna del Floro es un rojo de Las Lomas”.
Como lobos cayeron sobre él, como lobos. Y le ataron las manos llevándole casi arrastras hasta las afueras, junto al cementerio, y allí, sin juicio, sin escucharle, sin piedad, un grupo de cobardes forajidos de uniforme le gritaron ¡CORRE!
El tío Calixto, cuando sucedía todo esto, estaba con su amigo Narciso Almazán en la tienda. Se enteró poco después de la criminal y cobarde hazaña de aquellos facinerosos.
Estupefacto, se atrevió a preguntar a uno de aquellos valientes que había disparado, que qué había hecho el chico.
-Es que era hijo del tío Bonifacio, el secretario de Las Lomas.
-Y el tío Bonifacio, ¿qué crimen ha cometido?
-Es socialista, dijeron.
El tío Calixto calló, cogió la bicicleta de Esteban y, andando, regresó a Las Lomas, sin dejar de sollozar durante todo el camino, preguntándose cómo le daría la noticia a su madre.
Cuando Julián, el molinero, vino a decirle que tenía listo lo suyo, unas amargas lágrimas descendían por sus mejillas. Se las enjugó con la manga de su chaqueta de pana y después de cargar los sacos de harina en el macho, salió de vuelta a Las Lomas para llegar antes de amanecer.
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NOTA DEL AUTOR: El crimen de Esteban fue real y sucedió tal como se cuenta. Únicamente se han cambiado los nombres de algunos personajes y los topónimos de los pueblos.
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